lunes, 13 de julio de 2009

Un día en el centro porteño


Lo confieso, no me gusta Buenos Aires, la Capital Federal o la ciudad autónoma, soy hombre de la llanura semiárida del suroeste bonaerense, me gusta ver el horizonte solo interrumpido por árboles o sierras, no me van las moles de cemento, la ilusión de un horizonte mas allá de los edificios, me gusta ver todo el cielo y no una porción atrapada entre rascacielos, me gusta ver el mar rompiendo en la playa, mojándome los pies y no sentarme en una costanera de cemento a ver pasar un gran río tributario que le dio identidad portuaria a la ciudad que fuera “de los Buenos Aires”.
Pero inevitablemente (ya que como todos sabemos, Dios atiende en Buenos Aires), todos tenemos que pasar algunos pocos días realizando trámites en la Capital Federal. Las personas del interior, tenemos una visión de la ciudad capital, que va desde la admiración por el descubrimiento de lo fastuoso, lo nuevo, lo cosmopolita y lo diferente hasta, en lo personal, el fastidio por los hacinamientos, la exposición de lo vulgar, la indiferencia por lo cotidiano, la exacerbación del individualismo y la impúdica exhibición de la miseria.
Los del interior tenemos otros ritmos, dados por la proximidad de lo cotidiano, el conocimiento de nuestro entorno y de nuestros convecinos, por ello tenemos un visión que puede ser distinta de la vida cotidiana porteña, como dije antes puede ser una visión de asombro o crítica, como es mi caso, y que quiero compartir a través de la descripción de un día en el centro porteño.
A eso de las 7, la mayoría de los del interior salimos a trabajar, pero el porteño, que debe viajar entre 1 y 2 horas hasta su trabajo, recién se baña, desayuna y sale para el trabajo, mientras en el centro, porteros y empleados limpian veredas, empiezan a abrir los bares y se siente ese olor a particular de medias lunas y café con leche, algunos empleados circulan apurados para cumplir algún extraño horario o cambiar turnos, los que pasan la noche a la intemperie, van saliendo de impensables refugios nocturnos, mientras se desperezan y miran con ojos vacíos la mañana que comienza a su alrededor.
Las 8,30 de la mañana marca el ingreso de los primeros empleados a sus puestos de trabajo o la llegada a “su bar” para desayunar, las bocas de los subtes y trenes, y las paradas de los colectivos desbordan de personas apuradas, enfundadas en sus propios pensamientos, aisladas por medio de algún libro y los infaltables auriculares. Las calles del centro porteño parecen a esa hora una foto extraída de un documental del Discovery Channel sobre bandadas de pájaros, ocupando todo el espacio de la placa, pero aquí la escena es en el centro porteño y miles de personas hacen las veces de aves en migración.
Sobre las 10 cambia la fisonomía de quienes deambulan en el centro, se ven: turistas tempraneros, empleados autónomos que circulan para cumplir trámites y reuniones, comienzan a circular gente haciendo compras y los taxis dominan el espacio de las calles del centro porteño.
Se ven dueños de comercios, tomarse un café en “su bar”, ese lugar que elige una gran mayoría de porteños para tener un lugar que pueda considerar propio, donde su “seguridad” radica en conocer al dueño, a los empleados y otros contertulios, este lugar es una extensión de su casa y su trabajo, es “su lugar”, donde se toma pausas, come, se reúne y festeja.
También a esa hora aparecen en el centro quienes ejercen una diaria mendicidad, ocupando espacios que son ignorados por la mayoría de quienes transitan por su lado, inmersos en sus pensamientos, en su música o en alguna imagen interior. Es curioso ver a quienes forman parte de esta postal negra porteña, se puede apreciar algunos que exhiben gestos y actitudes de quien ejerce un viejo oficio, modulan una voz aguda, miran fijo a los ojos, con una mirada desafiante, buscando en el alma de quien lo mire, ese sentimiento de culpa que pueda expiarse al precio de una limosna. Otros tienen una mirada cargada de vergüenza, producto de la miseria que exhiben. La mayoría de la gente del interior mira a los ojos, el porteño no, rehuye la mirada cargada de reproche o de súplica, esto según creo, forma parte del callo que se produce en el alma de las personas que son expuestas diariamente a las mas crueles muestras de miseria.
A partir de las 12 comienza la ocupación de los lugares de comida, cualquier lugar es bueno para una comida rápida, los restaurantes ofrecen menús baratos y rápidos, lo mismo que bares y hasta los maxi-kioscos, que disponen de viandas al paso, son consumidas en la vereda o en parques y plazas.
Después de las 14 y hasta las 17, el centro entra en un letargo interrumpido por tardíos viandantes, empleados apurados a realizar el último trámite del día, más turistas y más gente de compras. El sol de la tarde anima a los chicos que acompañan a los mendigantes a jugar, sus miradas duelen, tienen la fuerza de un grito que nos sacude la conciencia con una pregunta: ¿Por qué?
Las 18 marca la salida de la mayoría de los empleados y la concurrencia a un segundo trabajo, a estudiar, a un gimnasio, a un lugar de esparcimiento o a alguna cita. La conducta autista se interrumpe en los bares de jóvenes empleados que siguen la moda del “happy hour”, y se lanzan al encuentro de amigos o a la búsqueda de otra soledad para compartir una noche. Aparecen artistas callejeros vendedores de baratijas que compiten por la atención de algún turista o la moneda de algún aburrido transeúnte (entre los que suelo incluirme). Los turistas marcan siempre la nota de color, ya que resaltan de entre la muchedumbre y se hacen evidentes, hasta para nosotros “los pajueranos del interior”
Después de las 23 el centro muestra su cara mas amarga con gente preparándose para pasar otra noche a la intemperie, artistas callejeros desgarrando sus últimos intentos por conseguir alguna moneda mas, gente hurgando entre desechos de los restaurantes en la búsqueda de su comida diaria, prostitutas que deambulan para atraer ese cliente que le permita pagar su “permiso de trabajo”, la droga que la aísle de su realidad o la comida de sus hijos, los yuppies siguen en la búsqueda de compañía para su soledad y yo me vuelvo al hotel pensando que con suerte mañana me vuelvo a casa.

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