Si pensamos en el hombre
primitivo, cuando ese hombre veía una fiera que ponía en peligro su
vida se generaba una descarga de adrenalina que actuaba como
potenciador de su fuerza física para escapar o pelear. El miedo
estaba en el origen de esa descarga de adrenalina, un miedo que
reconocía el peligro de una fiera, o de las señales que anunciaban
su presencia (sonidos, olor, etc). En el hombre moderno esa descarga
de adrenalina está presente en competencias, respuesta ante
accidentes o peleas o en la práctica de deportes extremos. Hoy el
hombre medio argentino tiene miedo, a ser victima de la inseguridad y
cree reconocer en estereotipos sociales a su posible victimario, de
allí es estrés que le provocan determinadas situaciones, personas o
lugares. Este hombre con miedo busca conjurar su miedo, algunos
participan en reclamos colectivos, marchas de protestas por al
inseguridad, se arman, instalan alarmas o consumen innumerable
cantidad de elementos que son mas peligrosos para quien los usa que
para quienes podrían ser los destinatarios.
Ese hombre no se
encuentra contenido por las instituciones del estado encargadas de
darle seguridad, que en definitiva tienen que hacer que el miedo
desaparezca o al menos sea mínimo y le permita desarrollar su
actividad cotidiana sin temores. Al ver a un uniformado, no siente
seguridad sino inquietud debido a nuestro pasado trágico donde la
presencia del uniformados se asociaba a la represión o al terrorismo
de estado, o debido al imaginario que vinculan a policías con un mal
desempeño de su función sea por incapacidad o por vinculación con
delincuentes. Al delincuente se lo imagina impune ya sea porque no se
lo detiene o porque si es detenido queda libre al poco tiempo.
Este miedo crece en el
hombre y es curioso como personas que parecen racionales toman
conductas paranoicas. He sido testigo de alguna de ellas como: cruzar
la calle si hay un grupo de dos o mas personas que asocian con el
imaginario de delincuentes (en algunos casos no alcanzan a percibir
que son obreros de la construcción u otro tipo de trabajadores, por
el tipo de vestimenta), no realizan ciertas actividades en algunos
horarios (pasear al perro de noche) y cosas por el estilo.
Ese hombre se encuentra
frente a un delincuente reducido, y el miedo se transforma en un
accionar irracional de violencia, donde descarga toda su impotencia,
su miedo golpeando entre varios a una persona indefensa.
Esa persona es también
una víctima, así como el delincuente. Quizás al delincuente se le
considere la situación social en la que estuvo sumergido toda su
vida, de donde cayó en el delito como consecuencia casi natural.
Pero también se debe considerar al linchador como victima de su
miedo, alimentado por la sensación de inseguridad en la que vive.
Ambos son victimas del
abandono del estado, en el caso del delincuente por permitir y/o
generar condiciones económicas y sociales de marginalidad de donde
emerge todo tipo de delito; y en el caso del linchador por las mismas
razones además de no encausar a las instituciones que deben
garantizar el sentimiento de seguridad de las personas.
En síntesis, al escribir
esto no puedo dejar de sentir un sabor amargo al recordar que desde
que empecé a estudiar los temas de seguridad pública alerté sobre
los riesgos de la ruptura del contrato social en el sentido dado por
Hobbes. Lamentablemente esta ruptura genera consecuencias que no se
agotan en la reacción circunstancial, que constituye una conducta
esporádica, el verdadero riesgo es la generación de conductas activas
y sistemáticas como ya señalé en el caso de los grupos de
autodefensa mejicanos. Estamos empezando a a caminar hacia ese
futuro, Dios quiera que los responsables de evitar esto tomen
conciencia y actúen en consecuencia.
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